Grafomanía y frialdad

Salgo a la calle y empiezo a sentir ese malestar. Nada está mal. Es sólo el malestar otra vez y todo se vuelve denso e insoportable. Yo me soy insoportable, entre la Av. Santa Fe y la Av. Córdoba.

Entro en el salón de clases y lentamente cierro la puerta, me siento y me escurro en la silla hasta abarcar más espacio del que necesito con mis piernas. Nadie ha dicho nada. La profesora explica la teoría mientras el proyector es lo único que ilumina el salón. Nadie ha dicho nada y, sin embargo, ya siento un par de miradas que no saben qué hacer conmigo. En mi cara no hay bienvenida y ellos no pretenden ofrecerla tampoco. Sonríen ligeramente mientras con la cabeza hacia abajo se concentran en lo que sea que estén haciendo. Una mirada me busca a ratos desde el otro lado. Yo no quiero estar muy consciente de nadie pero por querer rehuirle otros ojos cortan de pronto el escaneo que hacía lentamente de una esquina del salón a otra. Ella, detuvo mis ojos sólo un instante antes de que yo pudiera retirarlos en una dirección contraria, evasivamente. Al volver sobre ella, un momento después, una leve sonrisa se dibujó en su rostro y volvía su mirada hacia la hoja blanca sobre la mesa.

Las luces se encienden y no pierdo mi postura, trato de ablandar mis expresiones pero ya es demasiado tarde. En mí, hay una confusión neurótica que no me va a dejar en paz hasta que me apague en la profundidad del sueño. Es la frialdad el malestar que no controlo. Cuánto sonreír no parece ahora lo más importante. Todo se acumula, una cosa sobre otra y no parece haber una zona franca en todo el espacio que me permita una retirada silenciosa y un regreso victorioso.

Fui yo el que empezó todo este problema. Yo, que metí mis manos desde temprano en un terreno delicado. No hubo pausas, ni muchas incisiones cuidadosas. Como meter la mano en el cerebro de una máquina y arrancar todos los cables y las conexiones que una mano puede abarcar, así procedí con valor pero sin precauciones. Confié mucho en el efecto sedante de la memoria y en la incertidumbre creciente que trae consigo el cruce de una calle y otra. Muy confiado no miré consecuencias. Ni una mirada pareció no notarlo. Estaba ahora en mí y cómo no aceptarlo. Nada había por hacer. Ni siquiera arrepentirse pues una vez que el alambrado es desajustado (o reajustado), la máquina completa lo resiente, por lo menos hasta que se acostumbra o vuelve a un estado anterior –no por ello satisfactorio. Pero esto tampoco es cuestión de una sistematización. No se trata de territorio nunca antes visto. Fue un súbito paso hacia una dirección nueva que no conoce bitácoras de referencia.

Desasosiego, eso fue lo siguiente. Salí a la calle y me fumé un cigarrillo en soledad, imaginándome como me había planeado. Por un momento todo cobró sentido, pero aún no había luces de una pronta victoria. Traté nuevamente de subir la cabeza y arquear mi espina, hasta que noté que nunca la curva de mi espalda había estado tan pronunciada. Nunca mi mentón más elevado y mis ojos y mis comisuras se esforzaban tremendamente por hacer concilio con un lenguaje pasado que pareció eficaz y al que ellos parecían haberse acostumbrado. Todo es cuestión de fuerza y de costumbre. Pero una ficción deliberada no funciona. Empobrece y sobrecarga mis sistemas. Sólo desazón puede seguir semejante empresa por el control. Por el poder, por placer de los masoquistas que te siguen pidiendo más golpes contra la pared.

Yo sólo soy un instrumento, un jugador cuya rebeldía no es más que jugar el juego que se olvidaron enseñar.

En la calle, me esquivan, parecen cederme más de su espacio para no tropezar conmigo. Unos miran con recelo y desconfianza como si fuera un persecutor. Nuevamente, es evidente que un concilio es imposible, por lo menos no hasta que pueda volver a apagarme en la profundidad del sueño y elimine tanta frialdad.

Haibun (de origen)

Buscaba una forma de decir las cosas. No habían párrafos que sirvieran. "¡Demasiado! Hacelo y ya..." Pero todo se complica. Uno se volvieron dos y entonces, cuando todo pasaba, no había nada que decir. Ella no paraba de hablar y yo no paraba de no-moverme. Súbita fue la despedida y en ese momento... ¡Pop!

Nadie lo vió venir. Yo sólo esperaba a que alguien dijera algo. Y así volví a mi vida donde la había dejado. Junto a una palabra, simple y abierta que se sustenta día a día en la suposición de que haya algo que decir (o experimentar).
Ella seguirá esparando a que yo la invite. Pero ella, la otra, la que parecía distante, siempre estuvo cerca, al voltear de una esquina, con las palabras justas, con las que bastan.
¿Cómo sabía que volvería a ella?
Ella los trajo también. Para llenar mís días, las horas.

"Dubitable... me gusta esa palabra" -dice Ben. "En inglés es dubious"

Fulgor acuoso
en la noche--
la puerta abierta.

por A.M. BRIGANTI

brigam@gmail.com