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“This one’s called: Stella was a diver and she was always down...”

Imaginársela buceando en la profundidad. El color azul del mar rodeándola y sosteniéndola; la ingravidez de todo su cuerpo, sus senos flotando en el agua, acariciados por los peces que se funden con el azul. Otros peces más coloridos se adentran en su pelo para habitar en él, confundidos, creen que es una anémona. Ella buceando, suspendida en el tiempo, desnuda en la profundidad.

Stella se enfrenta con el problema de la profundidad. Cuando era chica, sintió la tranquilidad de la desintegración en medio de una pileta. Experimentó a través de la con-fusión del color el engaño de la corporeidad. Pero, ¿qué estoy diciendo? Ella no se enfrenta a nada, justamente desde temprana edad entendió que su destino es la entrega, la entrega absoluta.

En su adolescencia empezó a experimentar sueños en los que su padre le pedía que lo alimentara. Ella buscaba desesperada en alacenas comida para saciar a su padre que se expandía potencialmente en el espacio. Entre más comida le daba él engordaba y crecía cada vez más ante sus ojos. Buscando desesperadamente encontró en el suelo de la bañera una medusa de mar y se la dio a comer. En verdad quería que la medusa le clavase su aguijón venenoso en el estómago. Así los dos podrían descansar, pero su padre no descansaba y más famélico que antes le rogaba por más alimento, esta vez sin embargo la piel de su padre se hacía traslúcida y violácea, como si la ingestión de la medusa le hubiese otorgado sus cualidades físicas. Las ropas se le rasgaban y podía ver a través de la piel de su vientre los animales que le había dado a comer anteriormente nadando: vacas, peces, pollos, todos a medio digerir nadando en la tranquilidad sórdida del vientre paterno.

Este sueño se volvió recurrente y aumentaba en claridad con el paso del tiempo hasta la noche en que su padre se fue de casa. Esa noche, a pesar del llanto ahogado de su madre en la habitación contigua ella durmió con mayor tranquilidad y profundidad que antes. En su sueño, para calmar definitivamente el hambre de su padre —que para este tiempo ya no era más que una enorme masa diáfana y gelatinosa, sin rostro, ni extremidades— ella se le tiró en el gran agujero rasgado que otrora fuera la boca y se dejó digerir en su estómago mientras nadaba junto con los demás animales a medio masticar. Carcomida por los ácidos le daba gusto ver que el color de las zanahorias era más brillante que viéndolas desde afuera.

A medida que pasaba el tiempo a Stella le gustaba pasar más noches con A*. Cuando él le levantaba las piernas y la acercaba con fuerza a él, de un lado de la cama al otro, ella pretendía ser como una rama caída que se deja llevar por una fuerte corriente, como un árbol joven al borde de un río que es arrancado de raíz y arrastrado por la fuerza de un cuerpo acuático y torrencial; un cuerpo esbelto, poderoso y magnánimo cuya única promesa era la absoluta profundidad. Cada vez que él la tiraba por las piernas hasta encontrarse con él, ella aflojaba sus brazos, cerraba los ojos y sonreía con locura. Él, al ver semejante respuesta y reacción a sus acciones, se excitaba aún más y buscaba con frenesí el límite de su sexo. Para él, su necesidad era invadir, penetrar en ella literal y metafóricamente. Para Stella se trataba de hundirse, de la seguridad en el ahogo en el dejarse tragar por la inmensidad de los ojos de su amante: uno era azul y el otro verde.

Stella se encontraba con A* los martes y jueves. Inicialmente, sus encuentros eran sólo los jueves. Normalmente, siempre dejaba una semana entre un encuentro y otro. Tenía un Schedule bastante estricto en cuanto al tiempo, los días y las horas de encuentro con los hombres de su vida. Si su amante quería verla más seguido tendría que esperar tres días al menos entre un encuentro y otro; nunca estaba dos días seguidos con un mismo hombre, le parecía de mala suerte; sólo se juntarían a horas impares (excepto las 11) y sólo se marcharía a estas horas también, sin importar el horario del sujeto; los domingos eran sagrados, nunca programaba encuentros los días 11 y 22, ni el primer lunes ni el último sábado del mes –esos días eran para ella sola. Pero con A* todo era diferente. Él podía tener todos los días 11 y 22, y los primeros martes que quisiera y todas las horas pares, sobre todo desde que él le contó que había nacido un martes a la tarde.

Stella tenía seis años cuando su madre la llevó por primera vez a una clase de natación. En su vestido de baño rosa se sentía incómoda. No le gustaba que tanta piel estuviese al descubierto; sus piernas enteras, sus brazos completos a la vista de los demás niños. Ella caminaba detrás de su madre tratando de ocultarse en su enorme falda. Mientras se acercaban al borde de la pileta ella le pellizcaba las piernas. Su madre la dejó con la profesora, una mujer de pelo corto, sonrisa amable y de una espalda ridículamente enorme. La maestra la metió en el agua y le dijo que pataleara. La mujer de pelo corto apenas la sostenía debajo de sus axilas mientras ella se movía en el agua. A los pocos días Stella podía nadar.

Durante una clase posterior, su profesora la llevo a una parte más honda y le pidió que pataleara. Cuando vio que se mantenía en la superficie sin mucho esfuerzo empezó a retirar sus manos. De pronto, Stella perdió de vista a la mujer. Se quedaba detrás de ella mientras nadaba completamente sola. Stella miró hacia atrás y al verse en medio del agua se detuvo repentinamente y en un arranque de ira exhaló con fuerza y se dejó hundir hasta el suelo de la pileta. No pasó mucho tiempo hasta que sintió las manos de la mujer sacarla a la superficie con fuerza. Sin embargo, algo había ganado en ese momento. De ahí en más ella sería la mejor nadadora de la clase solamente para que la dejaran ir sola hasta lo más hondo y sin vigilancia la dejaran hundirse hasta el suelo de la pileta donde con sus dedos recorría los diseños de los mosaicos que adornaban el fondo.

Un día su padre que había vuelto de un viaje de trabajo le trajo un nuevo vestido de baño: celeste con líneas onduladas naranjas. A Stella le gustó ver que el color celeste se confundía entre el color del agua y del fondo de la pileta. Las líneas ondulantes en naranja parecían separadas de su cuerpo y como atravesándolo, como algas que se mecen suavemente en el fondo.

por A.M. BRIGANTI

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