Sangría

Me siento a hacer un retrato. De mí mismo sería. Y veo una foto enfrente. Es tan familiar que podría retratarla con lentejas en un plato, a ojos cerrados. En la foto se ve un hombre, joven. El pelo negro y húmedo. Peinado hacia atrás apenas con los dedos. El pelo no muy corto, no muy largo. Parece desnudo. Al menos tiene cara de estar desnudo. Yo también hago esa cara cuando estoy desnudo. Los ojos cerrados como queriendo aspirarse algo y una expresión tan familiar. De lo familiar, justamente. Quiere aspirarse los pechos de la mujer que lo sostiene. El cuello también. Y por qué no, su carcajada y el blanco de sus dientes. El joven tiene un tatuaje en el brazo derecho. Pero se corta el cuadrado y no deja ver más. Me miro los brazos y los míos están enteros. Vuelvo a ver al hombre, al joven con la espalda al aire. Yo me pregunto si él lleva mi nombre. Y dudo un momento. A veces no recuerdo cuántas veces me abandoné en un momento preciso. Me da pereza recordar las cosas con claridad. De niño mis sueños eran tan vívidos que la realidad y lo onírico se confundían con una facilidad esquizofrénica.

Entonces me siento a seguir el retrato. Y pienso en el pasado y descubro un espacio vacío de datos imbéciles. No son tan interesantes como el color de la foto que tengo en frente. Como la críptica carcajada que se come varias letras amarillas. Para qué enumerar defectos y virtudes como lunares en el cuerpo. Mejor sería contar una aventura de supermercado, perdido entre las góndolas de productos para el hogar justo en frente de la zona de vinos. Es que estoy en el “chino”. Allí todo cobra una surrealidad tan particular. Pero ya con los años he aprendido a sorprenderme con economía. Como con los hábitos. Está todo en los hábitos. Como con los productos o los vinos, algunos más económicos que otros. Eso se lo debo a varios años de meter los pies en aguas orientales. Me dejaron con el alma más aguda… o más aguada. Depende.

Entonces vuelvo a la foto de enfrente. Y la veo y me vuelvo a preguntar si el de la foto es el mismo que lleva mi nombre. Pero nada que ver. Estoy viendo la carátula de un disco de Tom Waits. Entonces salgo a la calle y pasan cuatro señoras, tetonas como la de la portada del disco. Me pregunto si pedirles que se saquen una foto conmigo en blanco y negro les molestaría. El blanco y negro seguro las halagaría mucho pero dudo que acepten tenerme con la espalda al aire, huesuda, sobre ellas, mientras dispara el flash y yo hago cara de estar desnudo y pretendo aspirarlas todas. O quizás eso no las moleste en absoluto. Uno nunca sabe y los tiempos cambian. Pero sería genial. Mandarle las fotos por correo a Waits con una nota. Mejor mandarle la foto como postal. Y en el reverso hacerle una simple pregunta o una simple demanda. De esas que sólo podrían tener sentido para quien me conoce de verdad. Sería algo así como “Soy yo, ¿no es cierto?”, escrito de mi puño y letra. Con el trazo angular, semicorrido y de inclinación variable. Como yo, como los puntos blancos, negros y grises del papel. Como la ropa. Como todo. Es un problema de imágenes y de su economía.

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por A.M. BRIGANTI

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